miércoles, 27 de abril de 2011

VISIONES DEL INFIERNO: LANCELOT DU LAC E IL CASANOVA

En esta entrada quiero hablar de dos de mis películas predilectas: Lancelot du Lac, de Robert Bresson (1974) y Il Casanova, de Federico Fellini (1976).

Del cine de Robert Bresson pueden recordarse escenas magistrales, escépticas y al mismo tiempo, profundamente humanistas: el burro de Al azar Baltasar, apaleado y escupido, más humano que la humanidad; la inocente Mouchette a la que se le niegan todas las posibilidades de cambiar de vida con un tortazo después de coquetear con un muchacho en los coches de choque...Pero si he de quedarme con una escena, esa es el final apocalíptico y consecuente de Lancelot du Lac, quizá la mejor representación en la historia del cine de un universo que se extingue, precisamente por las fuerzas internas que lo han conducido a su propia destrucción. Bresson, si hubiese realizado un cine menos soso, hubiese sido uno de mis directores predilectos. Pero a mi parecer, Bresson es uno de esos directores a los que sólo se puede admirar, pero nunca amar como se ama a un hermano, a un padre, a un maestro; nada en otro océano, camina por veredas inaccesibles.

Y quizá no exista nada más diametralmente alejado del cine de Bresson que el de Fellini. Nunca he entendido el cine de Fellini como pasatiempo burlesco o como puro entretenimiento (Fellini no me parece “entretenido”, ni me hace reír a carcajadas), sino como un discurso íntimo, sin adoctrinamientos, cuyo objetivo no es otro que meter entre interrogantes el mundo de verdad, para construir uno alternativo que reproduzca sarcásticamente lo que de fúnebre y ridículo tiene nuestra vida. El cine de Fellini tiene el mismo sentido que una gran falla (en su sentido originario, no en el sentido traidor actual):  una gran mole llena de monigotes patéticos, y a la vez tiernos en cuanto humanos, que no tiene más destino que el fuego regenerador.

Lancelot du Lac comparte con El Casanova la voluntad de mostrar un mundo plano y sin esperanza. Un auténtico Apocalipsis filmado. La película de Bresson nos muestra cuán vanos son los deseos humanos, que no escapan a la más tiránica materialidad (tanto la religión como el amor se reducen a la posesión), y que en la materialidad sucumben, en una demoledora escena final que es la mejor escenificación de un mundo que expira, un mundo que se autoaniquila, un mundo que sucumbe bajo su propio peso.

Igualmente, la película de Fellini encierra una negación: el carnaval que se desarrolla en la película en diferentes escenarios de una Europa más fantasmal que festiva, no es más que un sortilegio fúnebre, un remiendo con el que se trata de ocultar una ausencia total de intereses, de inquietudes auténticas y no construidas; en definitiva, la ausencia total de trascendencia. Fellini para ello enhebra festín, sensualidad y muerte en un enorme teatrillo de títeres que resulta metáfora de una vida donde toda actividad se ha mecanizado, y por tanto, ha caído en el círculo vicioso de la esterilidad; y al mismo tiempo, crea una figura de un fantoche con bastante de quijotesco, que se convierte en metáfora de un mundo en tensión, a punto de estallar, como es el del Antiguo Régimen, pero también el propio tiempo de Fellini. La abierta y visible falsedad de los decorados, abocetados y creados para ser filmados, la futurista recreación de peinados y vestidos, la aridez narrativa y la repetición, la vanguardista y chocante música de Rota, la ausencia casi total de movimientos de cámara, nos recuerdan, como no sucede en ninguna otra película de Fellini, que es más importante la idea que su ejecución. El Casanova no es otra cosa que la viva representación de la autoaniquilación de Fellini como autor y del propio cine de Fellini, en un exceso de fellinidad cargado de regusto a muerte, destrucción y vacío.

La destrucción se expresa en la película de Bresson con la irrealidad estática de una pintura mural. La gracia de los gestos recuerda la ingravidez de los ángeles de Fra Angelico; el acartonamiento del movimiento de los caballeros, la rigidez de las figuras de las pinturas  de Piero della Francesca. Pero esta belleza no se nos muestra frontalmente, con ánimo de convencernos, a través de referencias claras, de la naturaleza artística del film. Esta belleza se muestra en gestos y objetos carentes de significado, banales, incluso aburridos, como siempre sucede en sus películas. En recortes de vida sin ensamblar, indistinguibles e incluso incomprensibles, como las piezas de un puzzle esparcidas encima de la mesa.


La destrucción se expresa en cambio en El Casanova a través de color desvaído, como de sueño, de todas las escenas. El mundo es un enorme acuario, un museo de cera en movimiento. A través de escenarios aparatosos, abocetados, claramente artificiales, se nos muestra un mundo en descomposición, irreal, soñado; como una fábula que se acerca de forma eficaz a lo vivido, y que nos pretende advertir, como un sueño premonitorio, de lo repetitiva, circular y asfixiante que puede ser la vida. 

El Casanova es, al mismo tiempo, una crítica sutil al machismo. En Giacomo Casanova todavía perdura algo del macho caprichoso y despreocupado de anteriores películas de Fellini, tipo Marcello Rubini, tipo Guido Anselmi. Sigue siendo un snob, pero de un mundo que ya no está a la moda; su tiempo no es ya la dolce vita, sino que es incomprensible en cuanto clausurado; sigue siendo el “polígamo” del harén de Ocho y medio, pero más ridículo, mucho más embrutecido. Resulta un poco más pedante, un poco más tosco, un poco más dado al autoengaño. La vivacidad y la peripecia, propias de la anécdota, han sido sustituidas por la aridez propia del elenco, por la hipnótica monotonía de la cascada. Sus gestos y ademanes resultan tan ridículos, tan abiertamente caricaturescos, que la identificación espectador-protagonista es ya imposible. Tras miradas, coqueteos, contoneos amorosos, tras la compulsiva y gimnástica satisfacción del sexo no hay nada: no hay amor, no hay comunión, no hay ni siquiera trascendencia. Hay, simplemente, un deseo que se agota en sí mismo, que se colma sin escapar a sus límites, y que no oculta nada más que vacío. En resumen, el Casanova y sus “conquistas” no son más que muñecos de papel, pegados al decorado.


Tan sólo hay dos personajes con breves destellos de humanidad: la vivaz e independiente Henriette, también harta de las exhibiciones sexuales de Casanova, y en la joven y humillada belleza romana. El Casanova, en cambio, es un diplodocus fosilizado en falso movimiento, en ambientes de falso lujo.

Ma eppur si muove! Sí, a pesar de todo, algo de humanidad notamos también en el Casanova, cuando ya es un viejo fantoche al que nadie escucha: cuando los jóvenes románticos alemanes se ríen del emperifollado y rococó bibliotecario italiano (las disonancias generacionales se expresan con el lenguaje de los estilos).  Y es entonces cuando deviene humano. Un humano que desea el estatismo del muñeco mecánico, la inmersión en el océano, la regresión a la infancia, o la congelación de la muerte. El giro concéntrico del deseo que no escapa de sus propios objetivos, y que deviene despersonalización, anulación, cosificación, muerte. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario