jueves, 15 de noviembre de 2012

¡VIVAN LOS NOVIOS!, DE LUIS G. BERLANGA (1970)

Anoche en la Sexta3 pasaron una de las películas más invisibles de Berlanga, ¡Vivan los novios!. La película cuenta las andanzas de Leonardo, un anodino, reprimido y gris hombre maduro de provincias (José Luis López Vázquez), que llega a Sitges, acompañado de su anciana madre, para casarse con la mujer que conoció el verano anterior (Laly Soldevilla). Ésta es propietaria de una tienda de bañadores y souvenirs: es políglota, pero también conservadora y decente, como tocaba ser. Ante la inminencia de su matrimonio, y la omnipresencia en la localidad de jóvenes extranjeros disfrutando de un modo de vida más liberal y relajado en lo sexual, Leonardo decide echar una canita al aire e intentar (infructuosa y patéticamente, por otra parte) entrar en contacto con algunas de las exuberantes jóvenes extranjeras. Hasta aquí todo se asemeja demasiado al contenido de una típica película de cine de barrio. Pero no nos engañemos, ¡Vivan los novios! es más bien el reverso esperpéntico de ese tipo de cine que dio películas como El turismo es un gran invento, Cuarenta grados a la sombra u Objetivo Bi-ki-ni. Se trata de la radiografía más ácida, brutal, y con menos concesiones, de las intimidades de la España tardofranquista, entendiendo por éstas las fantasías sexuales del español medio.

El matrimonio, ¿motivo de felicidad? Para alcanzarlo quizá sea necesario matar (metafóricamente o realmente) a la madre.

Aunque comparte escenario y fauna con el landismo y las películas de suecas, en ningún momento tales películas alcanzan unas cotas de tragicomedia como a las que llega la película de Berlanga. Iría incluso más lejos: la historia que Berlanga y Azcona crean, lejos de otras películas anteriores y posteriores suyas, tiene poco de comedia. De hecho, en esta película se echa de menos la caótica coreografía de comedia coral típicamente berlanguiana, tanto que las andanzas del protagonista no nos hacen reír, sino que más bien nos inducirían a apiadarnos de él, y a sentir lástima, de no ser juzgado con tanta frialdad por el ojo omnisciente que parece dominar toda la cinta. Se trata por tanto de una sátira brutal, negrísima, en la que el patetismo de los personajes no genera otra cosa que malestar y desazón en el espectador. Como otras películas de Berlanga, ésta es la narración de un fracaso:  la desesperada búsqueda de Leonardo de una salida a su monótona vida a través del tímido, dubitativo y aterrorizado acercamiento a lo sexual, no puede ser más descorazonadora, resultando incluso incómoda para el espectador.

Los jóvenes hippies cantan y fuman en el depósito de cadáveres, velando a  los cuerpos de dos compañeros suicidados. ¿Son posibles más provocaciones a la censura franquista?

El personaje de López Vázquez dice que en Burgos no hay negritas, y que se la dejen para él: poco después descubrirá que es un hombre. Golpe bajo a la moral católica y, de paso, al ego masculino. 

Por otro lado, en ninguna de aquellas películas del desarrollismo, en las que se ensalzaba tímidamente, y con algo de sorna, el carácter cateto del español medio que se abría poco a poco a las costumbres extranjeras, se mostraba una contraposición tan descarnada entre una España negra y un mundo exterior preñado de libertades. En esa España negra, los hombres tributan adoración a madres aleladas y jefes carcas, pero mujeriegos; en esa España negra, el cuñado es un garrulo que va de chulo de playa, pero cuyo máximo interés parece ser casar a la hermana; y la futura esposa no es otra cosa que una mujer que desea más el matrimonio que al marido. El mundo de los extranjeros no solo es diferente, sino que parece estar a años luz: los jóvenes disfrutan libremente de su sexualidad, hay tríos, travestidos y hippies que fuman hierba. Leonardo (López Vázquez) llega a Sitges como si aterrizase en la luna. Sorprende notablemente que esta película pudiese salvar la censura. Quizá los censores viesen en ella equivocadamente una censura a las licenciosas costumbres extranjeras, cuando el final de la película deja bien a las claras en qué parte de las dos (en la España negra, y no en las novedades exteriores) está el desvarío y la auténtica corrupción. 

Todavía hoy se juzga con mucha dureza la película. En parte ha quedado un poco "pasada de moda", pero, ¿qué película no lo está pasados cuarenta años? Junto con La Boutique (1967, rodada en Argentina) y Tamaño natural (1973, rodada en Francia), ¡Vivan los novios! forma parte de una especie de trilogía berlanguiana, con el tema central de la misoginia. Ahora bien, cabría matizar qué consideraba Berlanga por misoginia: 

"Si vamos a hablar de la misoginia, la mía es compleja, enrevesada, y no va nunca por el lado machista, de pensar que la mujer es un ser inferior que está mejor fregando en casa. Todo lo contrario, ojalá fuese así. Mi misoginia nace de considerar a la mujer como un tirano, un ser superior, biológicamente superior, y como todo tirano, un ser odioso y fascinante al mismo tiempo, un ser que aterroriza, te domina y te controla, un ser al que tú quieres derribar de su pedestal."

Partiendo de la notable diferencia generacional que nos separa de Berlanga, y que contribuye a que el mundo de ideas del que partía Berlanga sea diferente al nuestro, hay que tener en cuenta que la misoginia de Berlanga parece partir de la inferioridad del hombre, biológica e intelectual. Es la misoginia del calzonazos, ese apelativo, ya prácticamente en desuso, que designaba al marido dominado por su esposa. ¡Vivan los novios! vuela más alto que las palabras de su autor, pues en ella la caricaturización de la inferioridad del hombre va por delante de la propia de la superioridad dominante de la mujer. E igualmente, la película es muchísimo menos misógina que otros productos de Hollywood clásico, o del cine euroamericano actual: en la película de Berlanga, los estereotipos de macho de boquilla o de mujer dominanta pertenecen ambos al terreno de la caricatura, de la falla, del carnaval; en cambio, el bofetón que da un Humphrey Bogart o un John Wayne a la mujer que se deja llevar por su "innata" histeria, o el papel que juega una chica Bond en una película más o menos actual, no pretenden pertenecer, con toda su sexismo a cuestas, al terreno inestable de la caricatura, sino a la certeza del mito. A día de hoy, a pesar de toda la corrección política y todos los eufemismos que somos capaces de utilizar, que rechazan sin análisis alguno todo lo que no parece navegar en las olas del pensamiento pseudomoderno imperante, no nos debe extrañar para nada encontrar retazos de misoginia, y de machismo puro y duro, precisamente allí desde donde se vende lo políticamente correcto: en los medios de comunicación generalistas. 

López Vázquez crea una sutilísima caricatura, demostrando que es el más grande actor de cine español de todos los tiempos: crea un personaje tristón, no se sabe si por la muerte de su madre o por sentirse excluido de ese mundo de placeres; un personaje a veces mezquino, y también desesperado, que encuentra en el sobeteo impune y nada desapercibido, y en las miradas demasiado evidentes a culos y caderas, la consumación de su deseo sexual insatisfechísimo. La mujer puede ser lo otro desconocido, ya sea encarnada en la esposa que frustra toda expectativa o en la joven angelical irlandesa, que promete un mundo de goce, libertad y ausencia de compromisos (y que la fantasía del protagonista situa en la escena final literalmente en las nubes, como promesa, fin u objeto inalcanzable). La película es una monumental caricatura a la ridiculez de esos hombres talluditos, objeto de lástima y escarnio, que babean tras las extranjeras, esos maridos con sus infantiles, desesperadas, egoístas e irrealizables aspiraciones de penetración en el por ellos autodenominado inalcanzable universo femenino.


Un entierro en la playa, y más abajo, el final de la película: el personaje protagonista se sumerge en su propio delirio, y queda atrapado en esa nada sutil tela de araña que era la España y la moral católica del momento.



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